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viernes, 31 de diciembre de 2010

ALMORZANDO CON DIOS

Un niño pequeño quería conocer a Dios. Sabía que era un largo viaje hasta donde Dios vive, así­ que empacó su maleta con pastelitos y unos seis refrescos, y empezó su jornada.

Cuando habí­a caminado como tres cuadras, se encontró con una mujer anciana. Ella estaba sentada en el parque, solamente contemplando algunas palomas.

El niño se sentó junto a ella y abrió su maleta. Estaba a punto de beber de su refresco, cuando notó que la anciana parecía hambrienta, así que le ofreció un pastelito. Ella agradecida aceptó el pastelito y sonrió al niño. Su sonrisa era muy bella, tanto que el niño querí­a verla de nuevo, así que le ofreció uno de sus refrescos. De nuevo ella le sonrió. ¡El niño estaba encantado!

Se quedó toda la tarde comiendo y sonriendo, pero ninguno de los dos dijo nunca una sola palabra. Mientras oscurecí­a, el niño se percató de lo cansado que estaba, se levantó para irse, pero antes de seguir sobre sus pasos, dio vuelta atrás, corrió hacia la anciana y le dio un abrazo. Ella, después de abrazarlo, le dio la más grande sonrisa de su vida. Cuando el niño llegó a su casa, abrió la puerta. Su madre estaba sorprendida por la cara de felicidad. Entonces le preguntó:

- Hijo, ¿qué hiciste hoy que te hizo tan feliz?

El niño contestó:
- ¡Hoy almorcé con Dios!

Y antes de que su madre contestara algo, añadió:
- Y ¿sabes qué? ¡Tiene la sonrisa más hermosa que he visto!

Mientras tanto, la anciana, también radiante de felicidad, regresó a su casa. Su hijo se quedó sorprendido por la expresión de paz en su cara. Preguntó:
- Mamá, ¿qué hiciste hoy que te ha puesto tan feliz?

La anciana contestó:
- ¡Comí­ pastelitos con Dios en el parque!

Y antes de que su hijo respondiera, añadió:
- ¿Y, sabes? ¡Es más joven de lo que pensaba!

jueves, 30 de diciembre de 2010

CUIDADO!!!!


Sofronio, virtuoso ciudadano romano, tenía una hija muy hermosa, llamada Eulalia, y ésta le pidió permiso para visitar a la mundana Lucina.

--No puedo permitírtelo --dijo el padre.

--¿Me crees demasiado débil? --replicó la hija indignada.

Sofronio cogió un carbón apagado y pidió a su hija que lo tomara en la mano, pero ésta vacilaba en hacerlo.


--Cógelo, hija mía, no te quemarás.

Obedeció Eulalia, y la blancura de su mano se vio inmediatamente manchada.

--Padre, hay que tener cuidado para manejar carbones --dijo de mal humor.

--Es verdad --dijo el padre solemnemente --porque aunque no queman, tiznan. Y lo mismo ocurre con las malas compañías y conversaciones.

lunes, 20 de diciembre de 2010

LOS GANSOS PERDIDOS


Erase una vez un hombre que no creía en Dios. No tenía reparos en decir lo que pensaba de la religión y las festividades religiosas, como la Navidad. Su mujer, en cambio, era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su marido.


Una Nochebuena en que estaba nevando, la esposa se disponí­a a llevar a los hijos al oficio navideño de la iglesia de la localidad agrícola donde vivían.


Le pidió al marido que los acompañara, pero él se negó.


¡Qué tonterías!, arguyó. ¿Por qué Dios se iba a rebajar a descender a la tierra adoptando la forma de hombre? ¡Qué ridiculez! Los niños y la esposa se marcharon y él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató una ventisca. Observando por la ventana, todo lo que aquel hombre veía era una cegadora tormenta de nieve. Y decidió relajarse sentado ante la chimenea.


Al cabo de un rato, oyó un golpazo; algo había golpeado la ventana. Luego, oyó un segundo golpe fuerte. Miró hacia afuera, pero no logró ver a más de unos pocos metros de distancia. Cuando empezó a amainar la nevada, se aventuró a salir para averiguar qué había golpeado la ventana.


Dos gansos aturdidos yací­an al pié de su ventana y en su potrero descubrió una bandada de gansos salvajes. Por lo visto iban camino al sur para pasar allí el invierno, se vieron sorprendidos por la tormenta de nieve y no pudieron seguir. Perdidos, terminaron en aquella granja sin alimento ni abrigo. Daban aletazos y volaban bajo en círculos por el campo, cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo. El agricultor sintió lástima de los gansos y quiso ayudarlos. Sería ideal que se quedaran en el granero, pensó. Ahí estarán al abrigo y a salvo durante la noche mientras pasa la tormenta.


Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par. Luego, observó y aguardó, con la esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto y entraran. Los gansos, no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas. No parecía que se hubieran dado cuenta siquiera de la existencia del granero y de lo que podría significar en sus circunstancias. El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió asustarlas y que se alejaran más.


Entró a la casa y salió con algo de pan. Lo fue partiendo en pedazos y dejando un rastro hasta el establo. Sin embargo, los gansos no entendieron. El hombre empezó a sentir frustración. Corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos en dirección al granero. Lo único que consiguió fue asustarlos más y que se dispersaran en todas direcciones menos hacia el granero. Por mucho que lo intentara, no conseguía que entraran al granero, donde estarían abrigados y seguros.


¿Por qué no me seguirán?, exclamó. ¿Es que no se dan cuenta de que ese es el único sitio donde podrán sobrevivir a la nevasca? Reflexionando por unos instantes, cayó en la cuenta de que las aves no seguirían a un ser humano. Si yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría salvarlos, dijo pensando en voz alta.


Seguidamente, se le ocurrió una idea. Entró al establo, agarró un ganso doméstico de su propiedad y lo llevó en brazos, paseándolo entre sus congéneres salvajes. A continuación, lo soltó. Su ganso voló entre los demás y se fue directamente al interior del establo. Una por una, las otras aves lo siguieron hasta que todas estuvieron a salvo.

El campesino se quedó en silencio por un momento, mientras las palabras que había pronunciado hacía unos instantes aún le resonaban en la cabeza: Si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría salvarlos! Reflexionó luego en lo que le había dicho a su mujer aquel día: ¿Por qué iba Dios a querer ser como nosotros? ¡Qué ridiculez!


De pronto, todo empezó a cobrar sentido. Entendió que eso era precisamente lo que había hecho Dios. Diríase que nosotros éramos como aquellos gansos: estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió como nosotros a fin de indicarnos el camino y, por consiguiente, salvarnos. El agricultor llegó a la conclusión de que ese había sido ni más ni menos el objeto de la Natividad.


Cuando amainaron los vientos y cesó la cegadora nevasca, su alma quedó en quietud y meditó en tan maravillosa idea.

De pronto comprendió el sentido de la Navidad y por qué habí­a venido Jesús a la tierra. Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de incredulidad. Hincándose de rodillas en la nieve, elevó su primera plegaria:


"Dios... ahora entiendo por qué tuviste que hacerlo", "Te hiciste hombre... te hiciste uno de nosotros...Para salvarnos, cargaste con nuestros pecados y nos Permites entrar en el cielo para gozar de la vida Eterna junto a ti" "¡Gracias Dios!... ¡Muchas


Gracias!" "¡Gracias Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta!"

miércoles, 8 de diciembre de 2010

CARTA DE NAVIDAD


Como sabrás, nos acercamos nuevamente a la fecha de mi cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor, y creo que este año sucederá lo mismo.

En estos días, la gente hace muchas compras, hay anuncios en las radios, en la televisión, y por todas partes no se habla de otra cosa sino de lo poco que falta para que llegue el día.

La verdad, es agradable saber que, al menos un día algunas personas piensan un poco en mi. Como tu sabes, hace mucho años comenzaron a festejar mi cumpleaños.

Al principio no parecían comprender y agradecer lo mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que celebran. La gente se reúne y divierte mucho, pero no saben de que se trata.

Recuerdo el año pasado, al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero, ¿sabes una cosa?, ni siquiera me invitaron.

Yo era el festejado y ni siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mí y cuando llego mi gran día, me dejaron afuera, me cerraron la puerta. y yo quería compartir la mesa con ellos ....... (Apocalipsis 2:20).

A la verdad no me sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió entrar sin hacer ruido y me quede en un rincón, estaban todos bebiendo, había algunos borrachos contando chistes, riéndose fuertemente; la estaban pasando en grande.

Para colmo llegó un viejo un viejo gordo, vestido de rojo, de barba blanca gritando "jo, jo, jo, jo, jo", parecía que había bebido de más, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los niños corrieron hacia él diciendo "Santa Clos, Santa Clos", como si la fiesta fuera en su honor.

Llegaron las 12 de la noche y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando que alguien me abrazara. Y, ¿sabes? Nadie me abrazó.

Tal vez creerán que yo nunca lloro, pero esa noche lloré; me sentía destruido, como un ser abandonado, triste y olvidado. Me llegó tan hondo, pero al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a pasar, además me trataron como un rey.

Tú y tu familia realizaron una verdadera fiesta en la que yo era el invitado de honor, además cantaron himnos recordando mi nacimiento; hacía tanto tiempo que a nadie se le ocurría hacer eso.

Que Dios bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de estar con ellas ese día y todos los días.

Otra cosa que me asombra es que el día de mi cumpleaños en vez de hacerme regalos a mí, se regalan unos a otros. ¿Tu que sentirías si se hicieran regalos unos a otros y a ti no te regalaran nada?

Una vez alguien me dijo: ¿Cómo te voy a regalar algo si nunca te veo? Ya te imaginarás lo que le dije: "Regala comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos y a los que están solos y yo lo contaré como si me lo hubieras hecho a mí".... (Mateo 25, 34-40).

Recuerdo lo que sucedió a un anciano llamado Juan, un día de mi cumpleaños anduvo de casa en casa pidiendo posada porque tenía hambre y no tenía familia. Tocó en muchas puertas sin que en ninguna le invitaran a la mesa, se dio por vencido al ver que ni siquiera esa noche iba a sentir el calor de un hogar.

¿Que tienes Juan? El dijo: "Es que nadie me invitó a pasar" Yo me senté a un lado de él y le dije: "No te apures que a mí tampoco me han dejado entrar". Pero toda paciencia tiene un limite, aun la MIA. Voy a contarte un secreto: como son pocos los que me invitan a la fiesta que han hecho, estoy pensando en hacer mi propia fiesta, una fiesta grandiosa como la que jamás se hubiera imaginado.

Una fiesta espectacular con grandes personalidades: Abraham, Moisés, el rey David y otros. Todavía estoy haciendo los últimos arreglos, por lo que quizá no sea este año. Estoy enviando muchas invitaciones y hoy, querido amigo, hay una invitación para ti. Sólo que quiero que me digas si quieres asistir y te reservaré un lugar, y escribiré tu nombre con letras de oro en mi gran libro de invitados.

Prepárate, porque cuando todo esté listo, daré la gran sorpresa. Hasta pronto.

Tu amigo, Jesús de Nazaret.